) 203) Ha mort Baltasar Porcel (II): Porcel, un fragmento (José Carlos Llop)

Con Baltasar Porcel ocurre en Mallorca que todo el mundo lo ha leído, se haya tenido, o no, un interés especial por leerlo: la vastedad y potencia de su obra es, en un momento u otro, insoslayable. Lo curioso es que Porcel siempre ha dado la impresión de ser un hombre que se bastaba a sí mismo. Tan convencido de sí mismo, quiero decir, que estaba seguro de que nunca encontraría a su igual. Ya no digamos, pues, a sus iguales. Porcel escribía porque era escritor –y grande y a veces deslavazado, de tan grande–, lo demás ya era cuestión del mundo, que por supuesto él había conquistado con el arrojo de un Khan mogol y la obstinada audacia del último corsario del Mediterráneo. Para ello fue escritor –que era su oficio y una de sus pasiones, pues tuvo varias– y un gran periodista de reportajes y crónicas viajeras, pero tampoco tuvo reparo en entrar en las instituciones como quien entra en su casa por derecho y tratar con el poder –político, editorial, empresarial, bancario, real incluso– como con un pariente al que se le contenta con un par de palmadas en el hombro. A la salida debía sonreirse como un felino, que es lo que fue, y ahora le recuerdo sonriendo en su casa de San Telm, rodeado por todos sus gatos, que eran muchos. En esa tradición gatuna hay que añadir dos cosas: la primera, que le otorgaba un natural sentido común y un sólido pragmatismo de estirpe fenicia, algo que le sirvió para mesurar la vida desde el instinto y permitirse el lujo de ser desmesurado como pueda serlo un animal salvaje fuera de su medio. La segunda, que lo entronca con el único escritor mallorquín con el que se le puede comparar: Llorenç Villalonga. La diferencia está en que si Villalonga fue gato refinado, Porcel fue pantera. Osado, expansivo, infatigable, egotista, torrencial, carente de manías, vigoroso, ingenuo a veces... Pero también muy generoso con quienes le pidieron algo en su vida –y ellos lo saben–, e incapaz de comprender del todo a quienes, aunque le diéramos, nunca le pedimos nada. Algo parecido le ocurría con Palma, ciudad que no llegó a entender. He escrito desmesura y he escrito Villalonga. La desmesura me impide abreviar aquí sobre la totalidad del Porcel que leí y del Porcel que traté en ocasiones. Pero si tuviera que describir su obra orográficamente, diría que es una imponente cordillera con picos de respetable altura (su enumeración sería larga), varias depresiones centrales y un par de cumbres indiscutibles: Cavalls cap a la fosca o el brillante fruto de la juventud tumultuosa y El cor del senglar o el espléndido fruto de una gran madurez literaria. Detrás están Faulkner y el boom sudamericano, pero también La Odisea, Las Mil y Una Noches y Ses Rondaies, lo que nos remite a la voz de todos los tiempos. Vuelvo a Villalonga: el nombre del patriarca literario insular nos centra en la cuestión clave de la obra porceliana: Mallorca. Si Bearn fue –como quería su autor– el retrato moral de la isla –hecho por un ciutadà, (es decir, desde la civilización y sus máscaras), El cor del senglar es el retrato amoral de la isla –hecho por un forà, (es decir, desde el instinto y sus atávicos fatalismos). O si la analogía sirve: el pensamiento racional frente al pensamiento mágico. Hay libros que existen antes de ser escritos y si Bearn impregna hacia adelante y hacia atrás la obra villalonguiana, lo mismo ocurre con la obra porceliana y El cor del senglar. Constituyendo ambas una hermenéutica de sus respectivos autores y ofreciendo, al mismo tiempo, el retrato completo de la isla. De lo que podamos ser y de lo que somos. En tal empeño, Porcel puso el espíritu forà de la Mallorca profunda en el mundo, trazando su cartografía literaria. Y lo hizo sin complejos: a la altura de Venecia, El Grial, Napoleón, Wagner o los cátaros: fronteras y aduanas no se inventaron para el escritor andritxol. En la hora de su muerte, menos aún: Odín sonríe, entre escéptico y retador, en el funeral vikingo, pues un escritor no se despide nunca de la vida. Lo recuerdo ahora al día siguiente de la muerte de Villalonga, vestido de luto riguroso –americana y pantalón negros, jersey de cuello vuelto, también negro– avanzando a grandes zancadas por el Born, con el flequillo bailándole sobre la frente. Ese luto era la reclamación de una herencia y la suerte estaba echada desde hacía tiempo. Ahora ese tiempo ya está extinto. He vuelto a pasear por el Born y nadie llevaba luto. No hay herederos de Porcel: la potencia de su sombra lo impide.

Cultura i societat

Mesquida, Biel | Diario de Mallorca - 3-VI-2009