753) El precio del conflicto

Los padres del liberalismo económico desarrollaron concepciones impregnadas de dimensiones morales y sociales. En las obras de Adam Smith, de Ferguson, de Millar, etc., se encuentran múltiples consideraciones sobre las desigualdades, las clases sociales y las virtudes morales y cívicas. En realidad, el afán por generar más riqueza obedecía al propósito moral y cívico de superar los problemas de la escasez y las carencias.

La endeblez moral del nuevo liberalismo.

Este fondo moral ha desaparecido casi por completo en el discurso actual de la mayor parte de los liberales (neo) de nuestro tiempo. De ahí lo descarnado que resulta el intento de recuperar el ritmo del crecimiento sobre la base de recortes e involuciones sociales y laborales. Con todos los efectos destructivos que tales planteamientos tienen en los equilibrios sociales y en la calidad de vida de las personas.

Los nuevos enfoques tienden a dar la impresión de que el liberalismo actual es una ideología sin piedad ni corazón, que no tiene en cuenta las necesidades y los problemas humanos y sociales de las personas concretas. Lo cual se complica en momentos agudos de crisis, contribuyendo a generar un clima de desconfianza y de malestar, que en cualquier momento puede traducirse en indignación abierta.

Lo que está ocurriendo en estos momentos no es nuevo. Ya se vivió algo similar en los aciagos años de la Gran Depresión, con las consecuencias y efectos que todos conocemos. Entonces –como ocurre hoy– algunos líderes políticos se encastillaron en unos planteamientos “ideológicos” que condujeron a resultados desastrosos, tanto en el plano económico como en el social. Al tiempo que otras fuerzas políticas se aprovecharon del miedo y el malestar social enarbolando banderas de odio y confrontación.

Después de una etapa terrible, al final de la Segunda Guerra Mundial parecía que se imponía el sentido común y que unos cedían una parte de sus propósitos finalistas de cambio de modelo y otros retornaban a la sensibilidad moral y social de los viejos liberales. De esta manera se inauguró una etapa de paz y de razonable prosperidad en el mundo occidental.

Sin embargo, en cuanto el viento se puso de cara y desaparecieron determinadas “amenazas” políticas, los adalides de un liberalismo primitivo y asocial volvieron a plantear postulados que desconocían por completo las exigencias morales y políticas de la paz social y las necesidades de las personas y las familias. Y en eso nos encontramos ahora de nuevo. Para mayor desastre económico, social y político, como se está viendo.

Entre el miedo y el oportunismo.

La evolución de los hechos revela que el actual orden económico está construido –y justificado– a partir de una notable endeblez ideológica y moral que los anteriores equilibrios alcanzados en realidad eran para algunos más bien fruto del oportunismo y de los miedos que de la convicción. Es decir, para determinados círculos de poder, el consenso keynesiano no fue sino una exigencia obligada por una época en la que aún estaban vivos los desastres causados por las confrontaciones sociales y políticas de los años treinta y los efectos destructivos de la Gran Guerra. En la paz, a dicho miedo (en el recuerdo) se unió el temor a una amenaza comunista que se pensaba que podría ser combatida mejor, y más inteligentemente, con una más equitativa distribución de los recursos y los beneficios que mediante la confrontación.

Pero en cuanto se hundieron los regímenes comunistas (sobre todo la URSS) y los sindicatos perdieron fuerza, los núcleos liberales más poderosos creyeron que ya no estaban obligados por ningún compromiso y que había que aprovecharse a tope de las nuevas condiciones políticas. Con las consecuencias que ahora estamos viendo, tanto en el plano puramente económico como en el de la conformación de nuestras sociedades, que cada vez están más fracturadas y problematizadas y en las que cunde la desconfianza y los riesgos de conflicto y desafección.

De alguna manera, esta evolución de los hechos y la tendencia a sustituir unos principios bien fundados por enfoques cortoplacistas aparentemente utilitaristas y “aprovechados” es un signo de decadencia y de pérdida de fibra moral y societaria, que puede tener efectos destructivos para nuestra propia civilización, conduciendo a las sociedades actuales a un auténtico callejón sin salida.

Tendencias críticas

Los malos resultados económicos que están produciendo estos enfoques, junto al aumento de las desigualdades y los desequilibrios e inestabilidades sociales y políticas, debieran ser, por sí solos, elementos suficientes como para que aquellos líderes más sensatos e inteligentes emprendieran un esfuerzo de rectificación y de búsqueda de nuevos compromisos políticos y acuerdos sociales. El problema es que si estas rectificaciones no se emprenden con prontitud e inteligencia, nuestras sociedades pueden verse abocadas nuevamente a pasar por una etapa de conflictos y tensiones que terminarán por introducir unos costes económicos adicionales muy superiores a los que supondrían acuerdos sociales razonables. Como la experiencia histórica mostró en su día.

En este sentido, es preciso entender que aquellos que están padeciendo en mayor grado las consecuencias de la crisis, de acuerdo al diseño político actualmente establecido, no se van a quedar cruzados de brazos, resignados al pobre y triste destino que algunos les han asignado.

Como se advertía en el viejo refrán castellano: “los que siembran vientos, recogen tempestades”. Y eso es precisamente lo que se está haciendo en estos momentos: sentar las bases de un profundo malestar que acabará conduciendo a tensiones y conflictos crecientes con una parte importante de la sociedad –especialmente entre las nuevas generaciones–, que está quedando fuera de la estructura de oportunidades establecida y que cada vez va a vivir en peores condiciones.

Horizonte de conflictos.

Con unas tasas de paro y precarización laboral como las actuales, con un aumento de la pobreza como la que se registra y con una acentuación de las desigualdades y de la exclusión social como se constata, está cantado que aumentará el malestar y la potencialidad conflictiva. Tarde o temprano.

Algunos de los que padecen las condiciones negativas de la nueva situación, sobre todo las clases medias en declive, es posible que durante un tiempo vivan con cierta introspección, y en silencio, sus problemas. Incluso es posible que inicialmente las tensiones se manifiesten básicamente en la esfera personal y familiar, como dramas humanos y con efectos en diversas patologías, como el suicidio y la violencia; pero más pronto que tarde acabarán dando la cara, como ocurre con las enfermedades graves. Y la darán en forma de conflictos, que serán más enconados y más difíciles de canalizar y superar si no existen perspectivas reales de cambio ni capacidad de interlocución adecuada (con un proyecto y una organización precisa), por parte de aquellos que sean capaces de liderar las protestas que se avecinan. Lo cual podría augurar una dinámica nihilista y dura en la evolución de determinados conflictos.

De ahí el dilema ante el que se van a encontrar –se encuentran ya– determinados partidos progresistas y de izquierdas que no están siendo capaces de suscitar la necesaria confianza ni de despertar sintonías entre los sectores potencialmente más propensos al conflicto y la protesta.

En definitiva, tal como están las cosas y tal como se perfilan las posiciones y las estrategias, si no hay cambios en la situación, nuestras sociedades se van a ver abocadas a una etapa de enconamientos y conflictos. Conflictos que adquirirán un potencial más disruptivo y negativo en la medida en que en ambos lados –pero sobre todo en el lado de los poderosos– predominen los que minimizan los peligros de la confrontación y los que prescinden de cualquier criterio o referencia de sentido moral y de equidad. Es decir, aquellos que no tienen interiorizados determinados valores ni comprenden la superioridad de una convivencia pacífica y equilibrada ni son lo suficientemente inteligentes –egoístamente inteligentes y pragmáticos– como para entender que, a medio plazo, el coste del acuerdo siempre será menor que el del conflicto, no sólo en términos humanos, sociales y políticos, sino también en términos estrictamente económicos.

Economia

Tezanos, José Félix | Temas - 31-VII-2012