775) ¿Crisis? ¿Qué crisis?

Un cambio de paradigma

Durante varios años he venido insistiendo sobre el hecho de que en realidad no nos encontramos ante una crisis, sino ante un cambio de paradigma en los procesos de crecimiento económico y en la definición de los intereses geopolíticos que condicionan la escena internacional. Dicho cambio viene conformado por los fenómenos que la globalización ha producido, impulsados por el desarrollo de las nuevas tecnologías y alimentados por la creciente desregulación de los mercados financieros. El edificio institucional de las democracias occidentales se ve amenazado por sistemas sociales y políticos que conviven difícilmente con los valores del liberalismo clásico. Frente a la defensa de los derechos y las libertades individuales, sobre la que se construyó el entramado de las instituciones democráticas, es creciente el reclamo de los derechos colectivos y la afirmación de identidades del mismo género, en torno a culturas, religiones, territorios, lenguas o tradiciones singulares. Las dificultades de los gobiernos democráticos de los países centrales para conjurar el desastre inducido por la burbuja financiera han provocado que la democracia misma, como sistema, pierda prestigio entre los ciudadanos. Estos abominan indiscriminadamente de la clase política, padecen la desesperación de la incertidumbre ante el futuro y ven amenazados los que consideraban derechos adquiridos e irrenunciables.

Junto a partidos, sindicatos e instituciones financieras, los medios de comunicación son también acusados por su pertenencia a un sistema que las nuevas generaciones consideran caduco y muchos ciudadanos tachan de corrupto. La ausencia de liderazgo no solo entre la clase política, sino entre pensadores e intelectuales también, es el mejor caldo de cultivo imaginable para el populismo, la demagogia, la charlatanería y el engaño. El resultado es que muchos ciudadanos, al margen sus jerarquías sociales o adscripciones ideológicas, no se sienten representados por el sistema. Antes bien se consideran víctimas del mismo en beneficio de una minoría privilegiada que lo controla. Junto a ello, el crecimiento del paro, sobre todo entre los jóvenes, las estrecheces económicas, la falta de horizontes y de proyectos amenazan con sumirlos en un ciclo psicológico que va de la rabia a la depresión, del desencanto a la ira y de la irritación a la tristeza. En otro tiempo ese malestar habría cristalizado en revoluciones. Pero hasta estas han perdido prestigio histórico.

Semejante panorama no se circunscribe a nuestro país y es en gran medida expresivo del nuevo fantasma que recorre Europa. Conviene huir del tópico según el cual nos hallamos ante un conflicto intracontinental entre las regiones del norte, educadas en el consumo de la mantequilla y la cerveza, con las meridionales, donde reina la cultura del vino y el aceite de oliva. Las amenazas a la unidad europea, a la moneda común, al proceso de construcción de la Unión, lo son también al bienestar y prosperidad de alemanes y nórdicos. La interpretación folclórica de que los septentrionales son por naturaleza más industriosos, productivos o eficaces que los mediterráneos no resiste un análisis somero. Las diferencias residen fundamentalmente en la organización política y social de cada país, lo que llamaríamos su gobernanza, es decir la calidad de su gobierno, la aceptación de sus políticas, el liderazgo de sus dirigentes y la cultura colectiva que estos son capaces de inspirar y promover. Pero si el proyecto europeo puede verse en peligro no se debe prioritaria ni primordialmente a esas diferencias, sino a los fallos institucionales de la propia Europa. Algunos provienen de los efectos no queridos de la ampliación, precipitada en gran parte por servir a intereses casi exclusivamente alemanes. El déficit democrático de las instituciones europeas, su exceso de burocracia y tecnicismo, lo escaso de su presupuesto y la resistencia de los poderes nacionales a ceder soberanía son otras tantas causas de esa crisis que puede acabar con sesenta años de esfuerzos continuados en la construcción europea. Por más declaraciones que se hagan, mientras los dirigentes no tomen las medidas adecuadas, la estabilidad de la moneda única seguirá amenazada, y con ella el futuro de la propia Unión. La suposición de que el precio de la ruptura de esta sería tan alto que en última instancia los responsables políticos encaminarán sus decisiones guiados por el sentido común desdice de las lecciones que arroja el pasado. Nada hay irreversible en la historia de los pueblos. Y fue en Europa, en la civilizada Europa de las luces, en la cuna de la civilización contemporánea, donde hace menos de un siglo se fraguaron las matanzas más horribles que pudieran anidar en nuestra imaginación, los crímenes más execrables y las bajezas más inmundas. Conviene por lo mismo desconfiar de la egolatría de cuantos se sienten mejores, más preparados o capaces, que los demás; de quienes acostumbran a mirarse el ombligo para descubrir sus diferencias de etnia, cultura, religión o lengua, con desprecio del dogma que las revoluciones liberales entronizaron y que todavía ningún proyecto político ha logrado superar: libertad, igualdad, fraternidad.

La crisis institucional de Europa es consecuencia primordialmente de una crisis de valores, cuyo virus ha contaminado el funcionamiento de la Unión hasta extremos impredecibles. Cada vez más son los altos funcionarios, los tecnócratas y los ejecutivos de las multinacionales quienes deciden el destino de los pueblos. Incapaces los políticos de gobernar a los mercados, guiados por el clientelismo electoral cuando no -en demasiadas ocasiones- por la pura y simple corrupción, son los mercados quienes progresivamente controlan a los gobiernos. Frente a la afirmación de Galbraith de que la economía es al fin y al cabo una rama de la política parecen haberse invertido los términos y esta se presenta cada vez más como fiel servidora de unos mecanismos que no acaban de someterse a las reglas que garanticen la transparencia de su comportamiento. Los gobiernos del G-20, reunidos en Londres, primero, y en Pittsburg después, anunciaron la reforma del capitalismo tras la catástrofe generada por la quiebra de Lehman Brothers y la especulación criminal en torno a las hipotecas subprime. Anunciaron su disposición a potenciar el comercio mundial, con la culminación de la ronda de Doha; firmaron la sentencia de muerte de los paraísos fiscales; y prometieron entre otras cosas la estrecha vigilancia del comportamiento y actividades de las agencias de calificación. Hablaron también -aunque en más bajo tono de voz- de la necesidad de un acuerdo sobre las monedas. En definitiva, en palabras del presidente Sarkozy y otros dirigentes nada sospechosos de tendencias izquierdistas, había que refundar el capitalismo. Hasta el momento, el fracaso es constatable.


Por una Constitución renovada

En el actual clima de fragilidad institucional y falta de perspectivas europeas la circunstancia española se ve condicionada por cuestiones internas. Es injusto atribuir a la gestión del último Gobierno socialista las causas de nuestra gran recesión, que por lo demás están bien definidas y estudiadas por los expertos. Pero no se puede negar que la incompetencia del presidente Rodríguez Zapatero contribuyó a equivocar el diagnóstico, retrasar determinadas medidas necesarias y empeorar la situación. La debacle socialista en las pasadas elecciones es comparable a la de otros gobiernos fulminados por los efectos de la crisis. La espectacular mayoría absoluta obtenida por el Partido Popular, y el temprano desencanto de sus electores tras los primeros meses de su ejercicio del poder, responden a idénticos motivos.

La necesidad imperiosa de las gentes de buscar una respuesta a sus problemas acuciantes se estrella contra la verborrea de los candidatos en las campañas electorales, y el consistente incumplimiento, una vez se ven en el poder, de muchas de las promesas que hacen. Ninguna formación política escapa a esta crítica, pero afecta más que a nadie a los dos grandes partidos españoles, porque de ellos, sobre todo, depende la estabilidad de nuestro país y el futuro de los españoles.

La excusa frecuente de que el baño de realidad les obliga a desdecirse de sus ofertas previas solo contribuye aún más a su descrédito. Gran parte de esa realidad era previsible y conocida tanto por el poder como por la oposición antes de las elecciones. Pero oposición y poder la ocultaron, acicateados por la competencia electoral. Es imposible, por ejemplo, que el Gobierno socialista y la oposición popular no supieran que el déficit público de nuestro país se había disparado en 2011 por encima de las previsiones oficiales cuando en octubre de dicho año ese era un dato manejado abiertamente por los mercados. Y de repente empezaron a aparecer facturas guardadas y un traspapeleo de cuentas todavía no explicado en los cajones de todas las Administraciones públicas. De modo que si no es verdad que todos los políticos mienten, no deja de ser cierto que el ocultamiento y la falta de transparencia se han convertido en un arma habitual en las contiendas electorales.

El debate político circula ahora por unos meandros incomprensibles para la mayoría de los ciudadanos, que han tenido que hacer un aprendizaje casero y rápido en torno a los tecnicismos de la política económica. En menos de dos años pasamos de ser un país que nadaba en la abundancia y presumía hasta el ridículo de sus éxitos económicos (¿se nos ha olvidado lo de "el milagro soy yo" o que íbamos a pasar a Francia o incluso a Alemania?) a ser el principal problema para la estabilidad y el futuro de la Unión Europea. Al socaire de esta situación hemos visto tambalearse la arquitectura institucional del régimen democrático, sometida a unos temblores que algunos identifican como el aviso temprano del terremoto que llega. Por unos motivos u otros, prácticamente todas las instituciones del Estado, a comenzar por su jefatura, han sido pasto en los últimos años del escepticismo o la desafección.

Las encuestas de opinión señalan que la Justicia, el Parlamento y el Ejecutivo merecen las más pobres de las calificaciones y que la clase política en general es considerada una lacra o un peso para el funcionamiento del país. La idea de que todos los políticos son ineptos, ladrones o corruptos está demasiado extendida en un ambiente en el que no hay día en que los periódicos no destapen un nuevo asunto sucio, casi siempre ligado, por cierto, a la burbuja inmobiliaria y el clientelismo político. Las movilizaciones populares, espontáneas o inducidas, desde las del 15-M hasta las de la Diada, los estallidos marginales no exentos de violencia, los reclamos churriguerescos de una democracia directa frente a la ineficacia de la representativa, la desesperación justificada de mucha gente y la impostada de algunos pescadores de aguas turbias, han provocado una peligrosa deriva en la opinión, cada vez más enfrentada al sistema que nos rige, en donde es frecuente el vilipendio de la política. Pero solo la política, y por tanto los políticos, serán capaces de sacarnos de esta situación. Es necesario por eso recuperar su prestigio, su funcionalidad y su misión. La cuestión está en saber si los políticos que tenemos serán capaces de hacerlo, y en qué medida merecen y deben ser ayudados en dicha tarea por la sociedad civil.

Repito que esta no es una situación privativa de España, pero en nuestro caso la gravedad de los problemas se ve acentuada por la ausencia de una larga y perdurable tradición democrática, el funcionamiento cada vez más endogámico de los partidos, convertidos en auténticas castas, y la debilidad aparente de la cohesión territorial del Estado. Es comprensible el desánimo que producen en la opinión pública las reacciones de los líderes españoles con motivo del desafío constitucional que el presidente de la Generalitat catalana lanzó en sede parlamentaria. Lejos de reconocer que este es un problema de todos, y que solo entre todos puede ser solucionado, han vuelto a enzarzarse en discusiones de corto recorrido sobre su respectivas lealtades constitucionales. Cuando hay cientos de miles de personas en la calle reclamando la independencia el poder central no puede volver la cara y decir, remedando al presidente Pujol, que es un tema que ahora no toca. Es ahora cuando toca precisamente resolver la crisis de nuestras instituciones, porque es ahora cuando estas se muestran débiles e ineficaces.

No saldremos de esta crisis (de la económica y de la política) sin una serie de reformas estructurales que necesitan el consenso de todos y que un Gobierno en solitario no puede hacer por mucha mayoría absoluta que tenga. Precisamos un pacto de Estado que defina las prioridades de nuestra política: tenemos que clarificar nuestra posición en Europa, recuperar la influencia y el poder perdidos en el exterior, rediseñar la articulación territorial del Estado, revisar el sistema electoral, el funcionamiento interno de los partidos y su financiación, definir el Estado de bienestar que queremos y podemos tener, establecer el modelo de crecimiento una vez desinflada la burbuja inmobiliaria y ofrecer un proyecto a las nuevas generaciones desencantadas que les permita suponer que no es la emigración o el hastío el futuro que les espera. Será imposible dar una respuesta clara a tantas interrogantes sin ese verdadero pacto de Estado que la haga posible. Entre otras cosas porque cada vez resulta más evidente la necesidad de una reforma Constitucional, que ya llega tarde, y sin la que algunas de estas cuestiones permanecerán sin respuesta.

Todos deben contribuir al pacto, aunque hay dos protagonistas singulares sobre los que cae la mayor responsabilidad: el partido del Gobierno y el partido socialista. Naturalmente un pacto es un pacto y no un trágala: todos pierden y todos ganan en él. A fin de que se produzca con normalidad, la oposición debe asumir que el Partido Popular gobierna con la mayoría absoluta, lo que genera una estabilidad deseada por los ciudadanos, y no tiene sentido jugar al regate corto. Este Gobierno debe durar porque para ello lo han elegido los españoles. El Partido Popular, por su parte, debe ser consciente de que para según qué cosas, la mayoría absoluta por sí misma no sirve, y es preciso un consenso más amplio. Por último hace falta enfriar los ánimos y no agitar la calle desde las tribunas, si no queremos ahuyentar las pocas ayudas que llegan de fuera. Sin crédito e inversión extranjera será imposible recuperar los niveles de bienestar y la cohesión social que hemos perdido.

Hay quien piensa que ya tenemos suficientes dificultades como para generarnos otras nuevas, por lo que tienden a suponer que emprender una reforma constitucional sería añadir confusión e incertidumbre. No acaban de asumir que reformar la Constitución lejos de ser una parte del problema constituye una forma de comenzar a solucionarlo. La Constitución no es un tótem, sino un acuerdo que debe y puede ser renovado y ajustado a los tiempos. Varios artículos han quedado obsoletos, faltan otros que recojan la realidad sobrevenida y, sobre todo en lo que se refiere al Estado de las Autonomías, no da cauce adecuado a las demandas de amplios sectores de ciudadanos de las nacionalidades históricas. Sorprenden algunas respuestas demasiado políticamente correctas a las preguntas de los que inquieren por qué si el estado federal podía ser una solución a los contenciosos catalán y vasco no se adoptó esa vía en las Cortes Constituyentes hace más de tres décadas. Frente a la ambigüedad de las explicaciones se olvidan de dar la única cierta: el Ejército no lo hubiera permitido.

Comentaba yo con el titular de una alta jerarquía del Estado que el desconcierto institucional que padecemos podría compararse al ambiente reinante en los tiempos de la Transición. De ninguna manera, me dijo, ahora es peor, porque entonces sabíamos lo que queríamos y estábamos todos unidos. Este no saber lo que queremos pone de relieve la ausencia de un plan, de una hoja de ruta que ilumine a los ciudadanos sobre el rumbo a seguir. Lo peor de la crisis económica no es su dureza, con ser mucha, ni su prolongación, sino la sensación de que puede durar lo mismo tres años más que diez, diga lo que diga -antes de desdecirse de nuevo- el señor ministro de Hacienda. No existe un plan definido y fiable para la recuperación económica, no que nosotros sepamos, y nadie es capaz de predecir cuándo comenzaremos a ver la luz al final del túnel. La ausencia de ese plan no puede ser sustituida con promesas. Lo mismo podría decirse respecto a las grandes declaraciones acerca de la unidad de España o la fortaleza del sistema. La gente demanda menos retórica y más liderazgo, menos ambigüedad en las declaraciones y mayor transparencia en los hechos.



La opinión desvertebrada

Un elemento sustancial para la estabilidad democrática, allí donde la democracia existe, lo constituye la vertebración de las opiniones públicas. Sin que estas funcionen es imposible que el sufragio se ejerza en condiciones libres e igualitarias. Los medios de comunicación, la prensa libre e independiente, forman parte de la institucionalidad de las democracias representativas. Frente a la pretensión onírica de que los periodistas estamos fuera de palacio, la prensa moderna constituyó desde su nacimiento no tanto el cuarto poder como el cuarto estamento: se incluía y se incluye en el entramado y sostenimiento del régimen democrático, facilita el ejercicio del sufragio y en ocasiones actúa como un contrapoder necesario, pero siempre dentro del propio sistema, formando parte de él. No por casualidad las Cortes reunidas en Cádiz, casi dos años antes de proclamar la Constitución cuyo bicentenario celebramos ahora, se apresuraron, antes que nada, a emitir un decreto estableciendo la libertad de imprenta.

Durante la Transición española el papel de los periódicos y medios de comunicación fue esencial en la vertebración de esa opinión pública y en la elaboración del consenso ciudadano que facilitó el advenimiento y defensa de la democracia. Hoy el panorama de los medios en nuestro país es preocupante. A los efectos de la crisis económica hay que añadir los todavía no bien analizados de las nuevas tecnologías. En los últimos cinco años los diarios españoles han perdido más de un 12 % de su circulación y el mercado publicitario casi un 50 %. La mayoría de las empresas del sector, por no decir la totalidad, se han visto obligadas a abordar dolorosas restructuraciones que generan pérdidas de empleo muy considerables. Seis mil periodistas han perdido su trabajo en los últimos cuatro años. Al mismo tiempo que se hundían los precios de los activos, hemos asistido también a la desaparición de algunos medios que enriquecían el panorama de la opinión pública. No es esta una situación coyuntural. Nos encontramos ante un proceso de reconversión absolutamente necesario si queremos garantizar el futuro del sector. Ha sido tal el derrumbe de la actividad publicitaria que bien podemos sospechar que estamos tocando fondo, si no lo hemos hecho ya. Pero la mayoría de las empresas tradicionales de medios, y singularmente los diarios, mantienen estructuras de costes incompatibles con el nuevo entorno.

El reto más singular que enfrentamos proviene de la extensión de las nuevas tecnologías. ¿Cuál es el papel de eso que se llama precisamente medios en una sociedad progresivamente desintermediada? He escrito cientos de páginas sobre este tema y asistido a miles de horas de discusiones, conferencias, seminarios y congresos que abordan el asunto, por el que me preocupé en hora tan temprana como hace más de 15 años, cuando escribí el ensayo sobre La Red para el Club de Roma. Las tendencias allí apuntadas siguen siendo las mismas, pero aumentadas en la profundidad de sus efectos y en la rapidez de los mismos. Por referirme únicamente al sector mediático, podemos comprobar las dificultades que tienen las empresas tradicionales para atinar en su transformación digital. Las nuevas tecnologías constituyen una oportunidad para el desarrollo y enriquecimiento del conocimiento humano. El mundo de la información, la educación y el entretenimiento van a verse favorecidos por ellas y los usuarios perciben ya en gran medida la utilidad de las nuevas herramientas informáticas. Pero si no espabilan los principales protagonistas de esta liga no serán los de antes.

Cada vez cierran más publicaciones en los Estados Unidos, o eliminan sus ediciones en papel para concentrarse en la actividad en la red, mientras comienzan a escasear las librerías y desaparecen los quioscos. En España, más de siete mil han cerrado en los últimos años. La relación de los ciudadanos con la información que les interesa se ha modificado profundamente. En las sociedades avanzadas más de un 25 % de los lectores recibe las noticias a través de dispositivos móviles, teléfonos inteligentes o tabletas, y el proceso no ha hecho sino empezar. Estamos ante una transformación colosal, que entre otras cosas generará muchos empleos de perfiles distintos a los tradicionales, para los que en gran medida los profesionales no estamos adecuadamente preparados.

Como cualquier otra que triunfe, esta verdadera revolución, la única que mantiene el aprecio entre las nuevas generaciones, resulta además de prometedora, sangrienta. No causa solo víctimas en el personal y estupor en el entramado económico, sino que afecta directamente a los procesos de configuración de la opinión pública. La dificultad de discernir lo que es verdad y la mentira, la actividad de organizaciones clandestinas de todo género, desde servicios de inteligencia a grupos alternativos, dedicados a la desinformación en la red, propagar rumores infundados, destruir prestigios o difamar injustamente, la ingenuidad o futilidad de muchos usuarios individuales, lo vulnerable de los sistemas tecnológicos, la desprotección de la propiedad intelectual, la invasión del derecho a la intimidad, la globalización de los efectos de todo eso y la incapacidad de las leyes para regular y ordenar cuanto en la red sucede son ya hartos conocidas. Junto a las transformaciones que las empresas de medios estamos obligados a emprender, es precisa una reflexión sobre de qué forma se están configurando las opiniones públicas en un ambiente en el que el liderazgo de la sabiduría cede el paso demasiadas veces a la manipulación, el error o la vulgaridad.

Lo más curioso es que los medios tradicionales, tan dificultados para abordar el cambio digital, se han visto en cambio arrastrados por la banalidad que por la red circula. Entre las dificultades económicas y la rendición a las nuevas modas asistimos a un descenso en la calidad de los contenidos, muy visible en España con las honrosas excepciones de rigor. Los medios de comunicación deben, también ellos, recuperar su papel central y no ideológico en el debate político, contribuir al consenso y rehuir el populismo al que tantos parecen haberse entregado.

La sociedad digital supone un cambio copernicano en las estructuras emanadas de la industrialización, coetáneas de la fundación de las democracias liberales y de los medios de comunicación tal y como han llegado hasta nuestros días. Es imposible e inútil adoptar actitudes defensivas ante el cambio, por más que reconozcamos que nos obliga a una transición difícil y dolorosa. Nos encontramos ante una oportunidad formidable de construir una nueva sociedad, capaz de incorporar lo mejor de nuestra experiencia a las nuevas corrientes del comportamiento humano. Por otra parte es imposible predecir hasta cuándo y de qué forma van a perdurar los periódicos en soporte papel tal y como los conocemos. Yo espero que tengan larga vida, cualquiera que sea la evolución a la que estén obligados. Pero en cualquier caso los ciudadanos siempre necesitarán ese tipo de "gente que explica a la gente lo que le pasa a la gente". En palabras de Eugenio Scalfari, fundador y primer director del diario italiano La Reppublica esos son precisamente los periodistas.

En el actual marasmo político, el sectarismo creciente de muchos medios, impelido por su clientelismo ideológico, sus servidumbres financieras o las manías de sus responsables, desdice demasiadas veces de la obligación fundamental que la prensa tiene en cualquier país libre: una mirada independiente y plural sobre los acontecimientos, un riguroso respeto a los hechos, una comprobación adecuada de las fuentes y una comprensión del nuevo entorno en el que nos desenvolvemos. Las redes sociales, las manifestaciones callejeras, la millonaria acumulación de expresiones individuales y colectivas, constituyen un aporte formidablemente valioso para el funcionamiento de la democracia representativa. Pero cuanto más crecen más se echa a faltar el liderazgo indispensable en toda sociedad civilizada. A saber: aquella que lejos de resistirse al cambio es capaz de orientarlo y dirigirlo hacia los objetivos comunes de cuantos la componen. No estoy seguro de que la lectura de nuestros diarios, los escasos debates públicos que se organizan y el conjunto del ecosistema informativo en el que nos movemos satisfaga por el momento esas aspiraciones.

Política

Cebrián, Juan Luis | Huffington Post - 5-X-2012